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domingo, marzo 02, 2008

Terrones de azúcar al mar


Björk:
Sabiendo que no se atenderían más promesas
las olas optaron por romper lánguidamente.
La playa se había vaciado ya de gente
(ojos y carne y ambición, Gloria y torpeza)

Einar:
Todo había terminado
o mejor, todo volvía a estar como al principio:
envuelto en su antigua crisálida de bruma,
grisáceo y algo triste, y tan hermoso...

Björk:
Una lluvia de agujas cancelaba la tramposa
esperanza de un último encuentro fortuito;
amor de verano tiene un plazo, y si ha prescrito,
mejor dejar que la hoja caiga silenciosa.

Einar:
He encontrado trabajo en la ciudad.
La rutina obtendrá su tributo inevitable.
Si pudiera capturar esta brisa y trasportarla,
o acariciar terrones de salitre entre los labios...

Björk:
Einar, la vida es una olla de perdices.
El mar no es un carácter definido:
carece de intenciones y sentido.
Vigila métrica y rima en lo que dices.

Einar:
Björk, la vida es lo que hacemos.
El mar es agua y horizontes.
¿Por qué levantar filigranas en el aire
cuando todo alrededor se desvanece...?

El Príncipe Lagarto


I

El sillón de su demente majestad
desvencijado de años y descuido,
instalado en un recodo del camino
por rendirle los honores al pasar.

Barba blanca, sandalias, gesto altivo,
se sentaba cada tarde en su atalaya
a esperar convencido la llegada
del Mesías de los hombres redivivo

que vendría del espacio en un platillo
a entronizarle como Rey de aquellas tierras,
y garante de las normas y creencias,
y reinar siempre con increíble estilo.

Lagartijas y alacranes se paraban
a estudiar su presencia desastrosa,
la mirada antigua y orgullosa
que la sorda locura le prestaba.

Contemplaba el desierto pedregoso
parcelando cada acre palmo a palmo.
Su poder absoluto y soberano
convertiría en oasis prodigioso.

Movería cielo y tierra sin paciencia,
fundaría una ciudad del mismo nombre
suyo, allí no habría dios ni hombre
que no besara el suelo en su presencia.

Llegarían por mar materias nobles
para ornar su palacio fastuoso.
No ha existido Rey majestuoso
que en demencia alcanzase a ser su doble.


II

El Príncipe Lagarto formó parte del paisaje
de los veranos de mi infancia acomodada,
jalonada de pruebas previsibles que aprobaba
y vacaciones de tres meses sin peajes.

Le veíamos en bici al regreso de la playa.
Nos reíamos de él y le imprecábamos;
él callaba e ignoraba, formábamos
parte de la misma realidad que rechazaba.

El salitre en la piel nos duplicaba
el picazón hormonal de adolescencia;
una mezcla de grandeza e inocencia
mantenía perspectiva dislocada.


III

Con la luz agonizando y viento en calma
su mirar torvo derivaba hacia tristeza.
Fugaz cordura le humillaba la cabeza
preparándole al repliegue de su alma.

Cuando el mundo se rendía a la negrura
su hermana soltera le avisaba de la cena,
le bajaba de su sueño y su patena
mas él guardaba su ideal en forma pura.


IV

Años después, cansado de adultez, harto,
regresé a descansar a Cala Higuera,
y al doblar por la misma carretera
no había sillón, ni Príncipe Lagarto.

Me llenó un vacío grave de amargura
contemplando el desierto en su atalaya
y comprendí la razón porque callaba:
no hay cordura muy distinta de locura.

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