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lunes, junio 24, 2019

Un esplín de verano



Recorríamos el pantalán cada mañana.
El agua gorjeaba la madera con brillos de sol, manchas de aceite.
Las muchachas lucían frescas y animosas; cuchicheos
sofocados en la brisa de poniente. Cuerpos tersos
al límite de la edad de la inocencia.
Éramos jóvenes: muy serio yo, ella risueña.


Olía a junio entrado. Se estiraba al cazar la botavara,
muy cerca, rozando con su ropa pequeña el universo:
pantalón de blanco corto, apenas una lámina de harina,
blusa de rayas marineras, esculpida por la humedad en el ombligo,
su limpia coleta acastañada, henchida de viento y de salitre.
Aquella dolorosa erección me extenuaba.


Fondeábamos en la Isleta del Fragor para bañarnos;
había una playa limpísima, dorada, las muchachas se quedaban en biquini
—ajustaban las costuras premiosa, ingenuamente,
después de desplumarse las prendas superiores—
y se lanzaban por la borda brillantes como peces, entre risas. Yo esperaba
porque nadie notara mi turgencia; oscuro me alejaba
nadando hasta una cala en sombra y, al hacer pie,
por fin aliviaba un placer doloroso bajo el agua,
oyendo su voz alegre en la distancia.


Esplín de verano: la memoria remota sigue útil
para los días vividos de verdad, pero no pienses
tendría que haber hecho esto o lo otro…
Queda menos: recuerda sólo el brillo, y vive ahora.

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