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Alfonso I, Favila y Pelayo, en el Jardín de los Reyes Caudillos, Oviedo |
Penetrarás el jardín de los reyes, ciudadano,
cubierto por la sombra córvida del templo.
Todo allí es
humedad fría, excremento de paloma,
piedra calando, acuchillada por hoces de posguerra.
Los caudillos te examinarán
como lápidas ciegas en la niebla,
dirimiendo en sus bocas harinosas hollín de combustible.
Oirás, según vibre tu alma, ciudadano,
los ecos de una absurda leyenda sobre nada:
una monarquía pueblerina y olvidada; o bien
una sorda condensación de tu linaje:
el origen de una patria maltrecha y vigorosa.
Verás, según vibre tu alma
—cuando la tarde despliegue su capricho por los muros,
y una luz de polvo y mandarina delimite
proporciones cambiantes de los miembros—,
estatuaria de senado latino, o bien tiránica,
solemne como muerto recental, o cómica amenaza,
que mueve a sorna, o bien alumbra trascendencia.
Según te vibre el alma, ciudadano:
jardín de reyes o circo republicano.
Es
igual.
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