Asciendes al desván de la heredad, el tiempo cruje.
Voraces de memoria, violentan tu mirada
fotografías azules de posguerra: ya están muertos
los que sonríen desde el pueblo de tu infancia.
Acaricias el polvo de las caras, los nombres
menudos de los niños, trazados a pluma estilográfica.
Acaricias la fuente de la plaza, la nieve gris, el río, lees
el año detenido en las solapas.
Otras serán de junio: acaricias
los carros de hierba adormilados,
la tarde laboriosa, el olor a sol picante de la siega,
el castaño legendario, las costillas parsimoniosas de los bueyes.
Allá, entregada al viento, acaricias la pared solemne, el cementerio.
Y más lejos, cerrando la puerta de la iglesia, don Aurelio,
subido en su mueca de amargura, su sotana. Y acaricias
la piel del odio,
fresco como entonces,
y justo y necesario, como entonces.
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