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jueves, abril 16, 2020

Especulación moral sobre el rey Alfonso II, primer peregrino a Santiago

Pórtico de la Gloria, en Santiago de Compostela


Favila, rey de Asturias, hijo de D. Pelayo, antes de morir a manos de un oso en 739, dejó encinta a su mujer. Froiluba dio a luz un niño y le puso por nombre Pelayo, en un intento de recuperar la grandeza de su abuelo. Por dudas de bastardía y el descrédito de Favila, el niño fue criado en ostracismo e invalidado para el trono. Y para la Historia.
El rey Alfonso II (760-842), llamado el Casto, casó con la princesa Berta de Francia, pero jamás yació con ella, ni con ninguna otra mujer, y murió sin descendencia. En 777, Pelayo, de 38 años, mantuvo un intenso romance con su sobrino Alfonso, de 17. Debido al escándalo en la corte asturiana, Pelayo fue expulsado del reino por corruptor de príncipes. Antes de exilarse, le dijo a Alfonso que vagaría por Galicia siguiendo el rastro místico de Prisciliano, hereje del s. IV, adalid de la libertad y el amor. Le prometió que le haría saber el final de su viaje
.

Jair Ibn Marjal. Mandorlas vacías. Ediciones Llovaina.


• En el año 813, un ermitaño de rito bretón llamado Pelagio comunica a Teodomiro, obispo de Iria Flavia, que en el bosque de su diócesis llamado Libredón se ven unas luces extrañas. El obispo referirá después al rey Alfonso II el Casto que, buscando el origen de las luces, halló un sepulcro, que no duda en atribuir inmediatamente al apóstol Santiago. La noticia se hace oficial con el papa León III.
• Alfonso II es considerado el primer peregrino e inauguró el camino jacobeo primitivo, que parte desde Oviedo.
• En el año 1900, el hagiógrafo Louis Duchesne publica en la revista de Toulouse Annales du Midí un artículo bajo el título «Saint Jacques en Galice», en el que sugiere que el que realmente está enterrado en Compostela es Prisciliano, basándose en el viaje que sus discípulos hicieron con los restos mortales del hereje hasta su tierra natal. Posteriormente, Sánchez-Albornoz y Unamuno se hacen eco de esta hipótesis, que ha pasado a convertirse en una hipótesis muy popular, alternativa a la tradición católica.


Wikipedia, en la entrada “Prisciliano”


Quiero desatar y quiero ser desatado.
Quiero salvar y quiero ser salvado.
Quiero ser engendrado.
Quiero cantar; cantad todos.
Quiero llorar: golpead vuestros pechos.
Quiero adornar y quiero ser adornado.
Soy lámpara para ti, que me ves.
Soy puerta para ti, que llamas a ella.
Tú ves lo que hago. No lo menciones.
La Palabra engañó a todos, pero yo no fui
completamente engañado.


Himno a Jesucristo, atribuido a Prisciliano.



¿Has venido, Alfonso, a lamer lápidas negras de una tumba?
¿O has venido, peregrino del recuerdo, a salvar y ser salvado?
Brillaron noches largas en el bosque, luces limpias
precursoras de un nuevo éxodo de almas:
un clamor de Cristiandad damnificada
fecundando este confín leñoso de la tierra.

¿Has venido a pedir perdón a los distintos?
Mi padre Favila, Prisciliano, el mismo Santiago Boanerges,
se consumieron en las llamas de la sombra
atizadas por nobles y santones. Exilados, como yo,
hasta los límites del odio hacia sí mismos. Y eran hombres
abiertos al amor, como nosotros —¿te acuerdas de nosotros?—,
crucificados en sus cuerpos desde niños,
engañados en la sugestiva crepitación de la Palabra.

Pero ahora tú eres rey, y yo un anciano,
y has venido a mí sin que yo te haya llamado.
Tú, relamido en adulación de cortesanos, casto y pío,
azote despiadado de morisma, héroe y guerrero, 
ocultas tu gentil inclinación hasta a ti mismo
para no ser expulsado de los libros.
¿Has venido a que un apóstol te libere de tu asco?


He venido, Pelayo, con toda la humildad que da mi rango,
a validar la nueva epifanía, a ser testigo.
Tú puedes rebozarte en tu cinismo, protestar
cobijado por el manto del vasallo, cuyas tesis
pesan lo mismo que la lluvia sobre el río.
Puedes condenar mi cobardía del pasado —¿qué iba a hacer
con diecisiete tiernos años, diecisiete cilicios de precepto
clavados en mi voluntad y mi deseo?—.
Y yo, que soy tu rey, puedo prenderte,
calcinar el bosque Libredón, destruir esta tumba sin leyenda,
acusarte de hereje y enterrar el legado que defiendes.

O podemos cambiar con nuestros actos la vida indiferente.

Tal vez, Pelayo, este lugar remoto y mágico, salvaje,
se convierta en un imán de perfección para las gentes. Santiago, Prisciliano…
¡qué más da!, si la disposición de las almas tras el viaje
se ilumina, abierta y transparente; y más allá de columnas y de cálices,
lo sagrado adoptase como templo al propio hombre
—noble o plebeyo, puerta o lámpara—,
consciente de sí mismo en el camino
y de los otros cuando arriben todos juntos al destino.


Sea, por el bien del reino, como dices, Rey Alfonso.
Vengan pues los cercanos a Dios y los perdidos,
aquellos que anhelan redención y los que buscan.
Porque el espíritu que habita este sepulcro,
erigido y olvidado en los confines de la tierra,
sabrá la sanación que cada uno necesita: penitencia o alegría,
bullicio o soledad, luz o tiniebla, esperanza tras la muerte
o serena convicción de no esperar nada ni nadie.

Y ahora, Alfonso, abrázame, entra en mi choza
como tantos otros entrarán mañana en la indulgencia,
y cumple tu ambición de peregrino del amor. A eso has venido.

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