Lucía Martiño |
Yacías confinada en mi sudor, y yo en el tuyo. Día y noche,
reflectaban distintas claridades las lomas de tu cuerpo, que se abría
encaramado a mí: un peso jadeante y leve, húmedo,
tu piel de brillo lento,
las pupilas de animal enfebrecido.
De repente nos odiábamos. Saciada juventud
repelía el sabor contrario de otra carne. Me dabas
la espalda, y el paisaje absorbía tus sentidos a través de la ventana:
la Costa de Collares, en su ciclo caleidoscópico de atmósferas,
la danza parsimoniosa de las boyas, la rula de pescado,
colmada de gaviotas que reían abundancia;
tu melena quieta y negra, refrigerándose en la almohada.
Restablecíamos el confín de brazos tras el sueño.
La merienda de labios como brevas, hinchados por el uso,
incitaba al siguiente maridaje —cuerpos vírgenes y nuevos,
frescos como el día primero que cruzamos el umbral
y cerramos la puerta de los cálculos, las sombras del futuro—.
Hoy vivo otro confín lejos del mar
y del amor. Y tú no estás.
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