Rapunzel, fuera de la torre |
Has saltado finalmente la baranda.
Delante de ti, se yergue la torre incógnita, fragante.
Descrees del principio de pureza
y prefieres afectar que todo es farsa:
ladeas ―¿hacia quién?― la sonrisa del niño, pero sabes,
de alguna forma intensa, que quieres ascenderla.
Un mundo vertical, un sabor en la boca a enredadera,
se interponen entre el barro y los murmullos
que brotan, dorados, de lo alto
y percibes débilmente, como en sueños.
Intuyes, Romeo desastrado, la piedra lijosa tras el musgo,
los asideros del rosal aun desflorado, bajo púas,
unas uvas dulcísimas y claras que solean la enramada.
Comienza la ascensión, y en medio del esfuerzo has comprendido
que no tienes edad ni aliento para abismos,
que sangran los oídos y las manos,
que abajo espera otro,
más joven y más limpio. Y más dotado.
Y arriba espera ella, vacía de regazo, imaginando
un tallo enhiesto y duro, capaz de penetrarla.
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