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domingo, enero 06, 2019

Especulación moral sobre el Arca Santa y el Santo Sudario

El Arca Santa y el Santo Sudario, en la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo




Entonces llegó también Simón Pedro tras él, entró al sepulcro, y vio las envolturas de lino puestas allí, y el sudario que había estado sobre la cabeza de Jesús, no puesto con las envolturas de lino, sino enrollado en un lugar aparte.
Juan 20:6

Según la tradición, en los primeros años del cristianismo, se veneraron en Jerusalén una serie de reliquias de Jesús y de Sta. María, entre ellas el Santo Sudario, que los apóstoles habrían guardado en un arca de cedro. Ante la invasión de los Persas, mandados por Cosroes II, en el 614, se hizo necesario ponerlas a salvo. El presbítero Filipo fue el encargado de llevar a Alejandría el arca de las reliquias. El empuje de los persas en África dio lugar a nuevos traslados, y, a través de ellos, terminó llegando a España.
San Isidoro, obispo de Sevilla, consiguió llevar el Arca consigo cuando fue nombrado obispo de Toledo en la primera mitad del siglo VIII; en este momento, se hizo una nueva caja (de roble) que sustituyó a la antigua. Empujada ahora por la invasión musulmana, el Arca fue ocultada durante 80 años en Asturias, en la cueva de Santo Toribio, en el Monsacro. Finalmente, entre el año 812 y 842 fue trasladada hasta Oviedo por Alfonso II El Casto, lugar en el que se custodia desde entonces.

El Santo Sudario de Oviedo
G. MERAS MORENO; J.D. VILLALAIN BLANCO; J. A. SÁNCHEZ; J.M. RODRÍGUEZ ALMENAR

en año 715, Urbano, arzobispo de Toledo, «se retiró a las Asturias y llevó consigo las sagradas reliquias en compañía del infante don Pelayo para que no fueran profanadas».
Manuscrito del Archivo de la Casa de los Tusinos,
según el Diario de León del 23/04/2015







Barro, sudor y lluvia, ascenso al Monte Sacro.
Portábamos un arca de reliquias, pesada como el mundo, pareciera
el peso del Eterno en su grandeza
preñando los objetos que guardaba,
más el peso de la propia humanidad, carente y plañidera.


Urbano fustigaba sin piedad los pobres bueyes,
su yugo no era fácil;
el carro crujía bajo el arca, cabeceaba entre el barro del camino y la tormenta,
arqueándose su eje por la carga, creciente en gravedad
a medida que la cima se acercaba.


Comandaba la escolta el príncipe Pelayo
—vanidad sobre impaciencia sobre orgullo—,
haciéndose notar todo el trayecto —Toledo, Astorga, Oviedo…—,
peleándose con moros y cristianos, cuestionando la sapiencia del obispo
y el ajuar de Cristiandad que trasportábamos, el cual
insistía Pelayo en abrir y revelar sus elementos,
y confiarnos a cada quien uno de ellos,
así la misión cumpliera más ágil y discreta.


Urbano le tildaba a grandes voces de heresiarca,
afirmando que si el Arca Santa fuese abierta
pereceríamos todos al instante,
sumidos en la luz abrasadora del Amor
—fustigaba y salivaba sin descanso, sus ojos casi blancos
cortinados en lluvia y ambición de santidad—.


Un rayo atronador iluminó la cima sacra,
paralizándonos de miedo a bestias y soldados.
Los bueyes rehusaron avanzar. Urbano ardió su fusta en uno de ellos,
que cayó reventado, sostenido en vilo por el yugo.
El carro cedió su vertical hacia ese lado y partió el eje.
Urbano, enloquecido, maldijo los infiernos y el demonio
—al cual en aquel momento asemejaba—,
y se cebó con el resto de las bestias, que gemían como hienas rodeadas.



Pero faltaba el protagonismo legendario de Pelayo.
Entre vociferantes amenazas y ultimatos, desenvainó la espada
y saltó ágilmente sobre el arca, cortando la brida de piel que la amarraba.
Cayó la santa caja sobre el barro del camino
y su tapa saltó como resorte,
quedando abierta, desnuda, trasparente.
Vacía como un alma.



Vacía estaba, en efecto, como un alma,
llenándose de lluvia y de silencio y de miradas,
llenando de dudas nuestro ánimo empapado
y nuestra fe llenándola de garras, preguntándonos,
en medio del caos y la intemperie, ateridos por el frío y por los rayos,
si toda realidad es un engaño,
si toda divinidad un espejismo.



Urbano paseó su mirada demencial por el desastre.
Parecía incapaz de asimilar las consecuencias, o dudaba
entre matarse a sí mismo o a Pelayo,
o a todos, o todo al mismo tiempo. Y pareció decidirse en lo primero.
Se despojó de su cinto y se arrancó la sudada sobrevesta, de fino lino blanco,
depositándolos ambos en el arca.
Miró a su alrededor, y me arrancó mi cáliz de madera con la cincha,
depositándolos ambos en el arca.
Una daga herrumbrosa de otro hombre,
unos trozos de pan duro de Castilla que guardábamos,
una piedra roja distinguida en el camino… Así fue rellenando
el arca con objetos. Llegó el turno a Pelayo.
Encarándole, arrancó la cruz de oro que colgaba de su pecho.


— Urbano… — Pelayo parecía avergonzado en su protesta.
— ¡ES NECESARIO CREER! — gritó el obispo en la cara del infante.
Besó la cruz, emocionado, hundiéndola en el arca
al mismo tiempo que cesaba la tormenta y las nubes se alejaban.



A órdenes de Urbano, limpiamos el arca llena y la sellamos con sus bridas.
Brillaron sus brocados con el sol recién salido, se había hecho ligera
al punto que dos hombres podían sostenerla.
Libertamos a los bueyes, que corrieron ágilmente monte abajo,
incluso aquel que diéramos por muerto.


En menos de tres horas, coronamos el Monsacro con el arca,
imbuidos de una rara aleación de desatino y esperanza.


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