Helena Christensen. Wicked Game, 1989 |
La ventaja del que habla es el silencio del que calla
transigiendo el rumor de sus palabras
desplegándose vacías y doradas. El sentido
se dirime solitario, con el tiempo
deshuesado de miradas y alegatos. Porque es cierto:
la ventaja del que calla reside en la mirada al que le habla
—extensa o negligente, voraz o comprensiva, no tangible—:
establece un cauce limitado a la expresión, o la desboca.
Aquellos que hablan ensalzan la ventaja del que calla, y viceversa.
La ventaja del que duda es la malicia
taladrando ilusiones, espejismos, deidades perezosas;
el amor a la razón confina el miedo —no lo extingue—
al recinto del debate interminable, o a las bromas.
Se necesita algo de fe para ser polvo y, por lo tanto,
la ventaja del que cree es el consuelo del deseo
de creer. Su amor de voluntad lo puede todo. Las palabras
deciden la verdad del que las cree, no los hechos.
No existe anhelo inverso en este caso, pero a veces
los que dudan desactivan los apóstoles errantes
fingiendo añorar la ventaja del que cree.
La ventaja del que miente es el brillo que barniza la mentira.
Los poros insaciables de la farsa rezuman seducción, son muy creíbles,
ofrecen una dulce coartada moral a cualquier acto.
La verdad resulta insípida y modesta, laboriosa, sin embargo,
la ventaja del que dice la verdad es la rocosa belleza del detalle
intrascendente —sonaba esa canción… llovía fuera…nos reímos…— no falsable.
Aquellos que dicen la verdad secretamente aspiran
a la ventaja del que miente, y viceversa.
La ventaja del que intenta es la terapia del error
previo al acierto. Triunfar es postergar la recompensa.
El absurdo complot del indolente le desuela, pero hay riesgo:
melancolía de revisar la misma mierda muchas veces.
La ventaja del que pasa es que no yerra, su coraza displicente
parcela una mansión libre de crítica y esfuerzo.
Experto al corto plazo, es hábil inculpando y exculpándose; no obstante,
las gotas de tiempo erosionan glacialmente su relato victimista.
Los que intentan nunca cambian, ni cambian los que pasan
—nunca nadie cambia—:
se completan, contrapesan, son simbióticos; por tanto
envidian la ventaja del contrario cuando cargan su balanza.
La ventaja del que finge es la atalaya de la máscara.
Teatro en el teatro, el fingidor siempre calcula en demasía
porque tiene que fingir ante sí mismo, sobre todo. En sus antípodas,
la ventaja del que ama es el ahorro
del tiempo de pensar, no hay teoría
que pueda competir con el siseo de los labios de los ángeles.
El fingidor envidia con sonrisas indulgentes la ventaja
del que ama: la ventaja del que nunca envidia nada.
Recuerda todo esto, memoria, cuerpo, vida
y concédete la ventaja del que olvida.
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