Froiluba despidiendo a Favila. Monasterio de San
Pedro de Villanueva, Cangas de Onís.
|
…no hizo nada digno de la Historia…
Crónica Sebastianense
…sin
quitarse el saco de malla que traía con el pavés en la mano y la espada en la
cinta, quiso ir a montería. Su mujer la reina Froiluba, dándole el corazón
saltos con temor de algún mal suceso, porfiaba con el rey que se desarmase, que
venía cansado de pelear y que dejase por aquel día la caza. Tirábale del faldón
de la ropa pidiéndole con lágrimas y palabras de amor que se apease. El rey
porfiaba en ir y tomando un azor en la mano se despidió de la reina; y ella con
mucho sentimiento le abrazó y besó, quedando muy lastimada por los secretos
anuncios que le daba el alma.
El rey subió por un monte que está cerca de la
vega, que se llama sobremonte al lugar de Helgueras, metióse en un vallecillo
que hace ese monte y yendo sólo se topó con un oso; osada y atrevidamente,
soltando el pájaro que llevaba echó mano de su espada y embrazó el pavés, cerró
con el oso dándole una estocada por los pechos o hijadas, mas no bastó en
quitar al oso que no se abrazase con el rey, y le hiriese hasta matarle sin
tener quien le ayudase. En el lugar donde los suyos le hallaron muerto está hoy
una cruz».
Fray Prudencio de Sandoval, Historia de los cinco obispos
Veíamos desaparecer al joven
rey entre la niebla, huyendo del poblado,
sustentando la carga de
picor y herrumbre de su padre:
las mallas y las armas,
la corona, el mito inmarcesible.
En vegas solitarias, en
valles mínimos e incógnitos,
donde el bosque masculla
su húmeda abundancia
y la gota se desliza como
mundo hacia el arroyo,
allí era feliz — un azor,
dos perros, un caballo—, hombre y soberano.
Sin vasallos.
La paz y las cosechas abonan
un reino de frontera en la molicie.
Los moros habían renunciado —algunos, en voz baja, decían despreciado— nuestras tierras;
dimitieron de la guerra —infieles
hasta en eso— sin acatos ni disculpas, en soberbio silencio,
violando un tácito
compromiso mutuo contra el tedio.
La muerte de Pelayo nos
había sumido en un presente antiguo, sin anclajes.
(Un largo funeral de curas
plañendo satisfechos, Favila confundido y encorvado,
tiritando de miradas en
medio del crucero, incapaz de entretenernos.)
Crecieron entre nosotros las
disputas por límites y celos,
con un doble objetivo: la
lucha contra el tedio
y calibrar el confín de
la paciencia del rey nuevo,
a todas luces blando e
indeciso, el vástago enfermizo de Pelayo.
Crecieron los rumores
sobre su fe y su caridad. Pacato y reservado,
era ajeno al estilo ampuloso
y detallista — tan grato al oído del obispo — de su padre al confesar.
Crecieron los rumores
sobre su hombría y su coraje, se mostraba
renuente al rito del abrazo,
la prueba de los nobles,
el sello fehaciente del
mesías que guiara la obsesión de nuestro pueblo:
reconquistar lo que nunca
poseímos.
Cansado de la pompa,
atenazado en la balanza del rey muerto,
se encerró en conversaciones
con bosques y animales, en la caza.
A menudo perdonaba la
vida de las bestias: jabalinas criando, urogallos,
corzos jóvenes, lobeznos;
acariciaba los salmones con cariño y los libraba;
respetaba los huevos de
los nidos, conformándose —¿qué rey?— con un puñado de castañas.
Froiluba le esperaba
trasparente entre la nieve,
consumiéndose de vida
contrahecha,
deshilando juventud con
una rueca,
rezando por su amor y por
su reino, entumecida de piedra en la capilla,
paralizada entre rumores
y el deseo abrasado de plasmarlos.
Había que hacer algo.
Quedaba un minúsculo poblado
morisco en la frontera.
Los nobles y el obispo
urdimos la feliz escaramuza
donde el rey diera medida
sangrienta de sus brazos;
sería una tranquila cacería,
una fácil limpieza de alimañas
sin alma ni decencia. Al alba
partimos a caballo,
con las armas, la cruz y
el estandarte, henchidos de fe cristiana y de nobleza.
Llegamos al lugar a media
tarde, rezumando las ingles de dolor y lluvia sudorosa.
Diez cabañas de broza junto
al río, una fogata, algunos niños
famélicos y sucios,
jugando con el barro de gallinas, corriendo a refugiarse;
mujeres con criaturas de
Dios entre los brazos, cubiertas con el velo,
ancianos purulentos sobre
esteras, incapaces de emprender el camino de Castilla;
y cuatro o cinco hombres
temblorosos, armados de palos y cuchillos,
saliendo a nuestro
encuentro.
¡Por Favila y por Asturias! Cargamos contra ellos.
Favila atenazado. Favila
con los ojos muy abiertos, en medio de la sangre
y de los gritos. Favila
caminando como muerto entre miembros desgajados.
Favila registrando en su
memoria las últimas miradas de las madres.
Favila registrando en su
memoria las últimas miradas de los niños.
Favila demudado y encogido,
arrastrando su espada por el suelo,
llorando de piedad,
avergonzado de lo humano
y dudando lo divino.
Cabalgamos de vuelta por
la noche, en un silencio informe
y llegamos a tierra santa
en la mañana. Allí nos esperaban las mujeres
ansiosas por curar
nuestras heridas, Froiluba la primera,
besó a nuestro señor el
dorso ensangrentado de una mano. Pero Favila no descabalgó;
mandó a por sus lebreles
y su azor, impávido y distante,
sus ojos inyectados de
cansancio y decisión.
Froiluba rogando y
padeciendo. Froiluba arrodillándose y gimiendo,
suplicando por el reino y
por el cielo.
Y nosotros callando como
suelos.
Nosotros atrapados en la
vida, en este extraño lapso impredecible,
en este deambular
contradictorio, terrible, irrenunciable,
atados a esta raza de
animales endiosados.
Y allí donde el valle se
encapricha y se vuelve tenebroso,
donde el río ensordece
los recuerdos con su canto
y el bosque cerrado nos
muestra indiferente lo que somos,
allí esperaba el oso. El
oso necesario.
Su necesario abrazo.
2 comentarios:
Gracias por el blog, por las ideas.
Sigue recordando que tenemos algo pendiente.
Sonik Drawer
Gracias Sonic Drawer. Un honor tu paso por mis asuntos. Te sigo en tomatenegro.
Publicar un comentario