Cae la noche:
toneladas de carne reposando
en altos bloques;
en el límite exterior de
la nube afarolada, en este barrio nuevo,
soñar se nos revela industria
inútil
y no tenemos otra.
Nos vamos avecinando entre
tabiques: los llantos o las risas, las mudanzas,
los ácidos reproches y
gemidos, las micciones,
el suspiro marítimo del
agua en su cascada de cerámica,
la gota de tiempo
pertinaz que ducha el alba,
traspasan todos ellos la
quietud en un dócil estrépito
—imposible no creer que
nadie escucha, es cuestión de inercia y de cordura—.
Atraviesa los solares de grilleras
polvorientas
el murmullo blancuzco del
asfalto, su trasiego, y nos contiene
despiertos, boca arriba,
pensando quién y a dónde
trajina con su cuerpo en
esta hora, qué razones
le obligan a cansarse por
el mundo, o si su noche
será una noche más, como
la nuestra, igual a cualquier otra.
Despiertos en su aroma, a
nuestro lado,
estrenando la cama de
espaldas a nosotros,
los cónyuges de barrio
tumbados en su propio
pensamiento,
absortos en la oscura
calima de la estepa urbanizada,
escuchan en silencio el
mismo aire, parcelándolo
—ellos con el paso de su
tiempo, nosotros con lo externo…—
Así son, ahora y antes,
nuestras vidas:
espejos de las vidas de
los otros,
iguales a las vidas que
sabía el barrio viejo.