
Pocos hombres bajo el cielo.
Cada uno su deseo.
Y en el cielo solo guerra, solo duelo.
Obi-Wan navega las galaxias
en ruta por el límite exterior,
sobrevuela el planeta que dio vida
a la antigua raza humana en extinción.
Es la tierra, destinada a la debacle,
su estrella en perfecta decadencia
(el Imperio ha reducido su presencia
a menos de mil droides de combate.)
El radar registra algunos salmos
quebrados, una antigua religión.
Los pocos que quedan se preparan
al olvido, el frío calmo.
La cabina es caliente y confortable
R2 corrige trayectoria
Obi-Wan entrega su memoria
a un momento de nostalgia inabarcable.
Porque Obi-Wan está cansado de sí mismo,
de ser un caballero triste y serio,
la abstinencia sexual y alimentaria
(no importa de que universo seas, eso duele.)
Nunca sus méritos tendrán su justo juicio.
Los amigos, la República (pesadas cargas)
esperan de Kenobi el sacrificio:
el exilio en un planeta duro y seco,
la tutela de un mesías heredero,
el último jedi alambicado,
la última esperanza de los libres,
que acuna el robot-nodriza articulado.
(Curiosa República que instaura
el derecho anacrónico de estirpe.
¿Más justo será el Imperio, retrógrado y tirano,
que premia en función del mérito al villano?)
Obi-Wan sacude su conciencia
y la nave va, levanta el vuelo,
atrás quede la tierra y adelante
la voluntad: lo mismo que la inercia.
Sea, pues, aceptado el sacrificio
y el sabor a Gloria inconquistada
para décadas de oprobio y de silencio.
Y es que hay días que la fuerza no acompaña.